La última
vez que visité la casa de mi tía Alicia fue hace como un año. Mi mamá, Sergio y
yo pasábamos unos días en la Ciudad de México y habíamos hecho planes para visitarla. Los cambios de clima, combinados con el repentino relajamiento de estar de
vacaciones, provocaron que mis defensas inmunológicas también se fueran de
asueto, llevándome pronto a enfermarme. Esa tarde apenas tenía los síntomas previos
de un fuerte resfriado que se traducían en una tos aguda.
Siempre
que alguien visitaba a mi tía, lo primero que hacía era hacerlo sentir cómodo ofreciéndole algo de comer y de beber. Así fue esa tarde. Departimos por un buen rato hasta que se le
ocurrió a mi tía ofrecerme ir a su cuarto para recostarme un rato en su cama, porque la tos no cesaba. El
asedio de Messi, su infatigable perrito, aunado al 10% de batería restante en
mi celular me hicieron considerar su oferta. Ya había tomado una pastilla de nomeacuerdoqué, que la tía Alicia complementaría con un jarabe con propóleo y noséquémás
que, aseguraba, me quitaría la tos en un santiamén. Al sentirme chiqueado y un
poco cansado por la medicina, opté por retirarme a su cuarto.
Después de
acostarme en su cama me di cuenta de que años antes yo había dormido ahí, aunque ahora
la habitación se me hacía mucho más angosta. En las vacaciones de
verano de algún año incierto de mi niñez, mis primos Hugo y Diana me
invitaron a pasar una semana con ellos en su natal DF, con su abuela, mi tía
Alicia. Me quité los zapatos y me puse cómodo. Conecté el celular. Revisé el Face y pronto me aburrí. Le cambié a los canales de la tele y me aburrí más. Pero por alguna razón
era agradable estar solo ahí, rememorando los días de aquel verano.
Vagos recuerdos
de esa casa se aparecían; memorias deslavadas. Lo único que podía ver
era una cama en el piso que compartíamos los tres niños (o quizá sólo Hugo y
yo) durante las noches que dormimos ahí. No recordaba cómo estaba acomodado todo. Sólo
me veía jugando en los colchones con Hugo, Diana, Óscar y Dani, mis otros
primos que, junto con mi tía Marucha, eran vecinos de Alicia. De aquel viaje, un recuerdo
se aparecía con más claridad: la tía Alicia levantándonos muy temprano,
dándonos de desayunar y preparando comida para llevar al paseo que haríamos
cada día que estuviéramos ahí. La tía preparaba una bolsa entera de sándwiches.
Llevaba fruta. Cada uno de nosotros llenaba una botella de plástico con agua. Todos
reprochábamos el levantarnos temprano y el ir cargando comida. Pero más tarde, después de las largas caminatas
por avenidas, parques y museos, los itacates que habíamos cargado se convertían
en las viandas más exquisitas que pudiéramos probar. Con el tiempo la enseñanza
se revelaría en plenitud: para disfrutar algo no hace falta mucho dinero, sino
ganas y decisión para llevarlo a cabo.
Sí,
siempre lo he sostenido: yo conocí el DF gracias a mi tía Alicia. Aunque ya
había estado otras veces en la capital, y muchas más iría después de eso a
visitar y conocer otros lugares —en realidad uno nunca deja de conocer esa
ciudad—, la semana de aquel verano de algún año de los noventa viví mi primer
contacto profundo con la gran Tenochtitlán, de la mano de esa especie de
Coatlicue que era mi tía Alicia. Ese viaje,
sin quererlo, se convertiría en un punto de referencia para muchos otros viajes
en mi vida. Además, los puntos recorridos renacerían en mis subsecuentes retornos a la ciudad.
Esa misma tarde, cuando entrábamos a la
unidad habitacional de Plateros, que es donde vivía la tía Alicia, su hija Lara
y, en otro departamento su hijo Paco y familia, mis ojos se topaban con
remansos del pasado que encerraba Plateros. Árboles enormes como formando laberintos. Niños jugando en
los corredores que separa cada edificio. El lujo de vivir en una ciudad donde sí
pasaban las caricaturas del canal 5, como decían los anuncios, a diferencia de
los infomerciales que transmitían en la provincia. Posibilidad de comprar Chocotorros y Twinkie Wonder en la tienda de la esquina. El recuerdo
de mi hermano vomitando cuando era bebé supuestamente por la altura de la
ciudad a la que no estábamos acostumbrados (ahora veo que tiene más lógica que
haya sido la leche que tomó antes de comenzar a jugar luchitas en la cama). La
constante amenaza de la inseguridad que representaba, para un provinciano,
transitar las calles de México en aquel entonces. En resumidas cuentas, una mezcla
de terror y fascinación que sólo experimenta el que se ha enfrentado a ese gran
monstruo que es la Ciudad de México. Un monstruo, sin embargo, que te hace suyo
y no te suelta más.
Recorrer con mi tía y mis primos algunos de sus recovecos
sería algo inolvidable. Estaciones de metro, la Oficina de Correos, la Torre Latinoamericana,
el Palacio de Bellas Artes, la Alameda Central, el Zócalo, la Catedral, el Zoológico
y el Castillo de Chapultepec, la Zona Rosa, el Papalote Museo del Niño, la Basílica
de Guadalupe y hasta un paseo en bicicleta por Ciudad Universitaria, fueron
algunos de los lugares que conocí desde esa edad gracias al enorme corazón,
paciencia y cariño de mi amada tía.
El ladrido
de Messi me hizo volver a la realidad. 55% decía el celular y la tarde se hizo
noche. La tía Alicia y Lara nos invitaban a quedarnos en su casa. En su mente, quizá,
podríamos seguir cabiendo en camas y colchones como años atrás lo hicieran
aquellos niños. Agradecimos y, con la infinita vergüenza que sufre un mexicano
al tener que rechazar una invitación, decidimos buscar un hotel. Su insistencia
en que nos quedáramos sólo menguó cuando accedimos a, al menos, aceptar una de
sus sugerencias para encontrar albergue cerca de la Avenida Revolución. Nos despedimos
y aseguraron vernos al día siguiente en casa de Paco. “Aquí está tu jarabe,
tía. Muchas gracias”. “No, hijo, llévatelo. A ti te hace más falta. Vas a ver
que te hará bien”. La tos desaparecería, sí, pero el resfriado era inminente.
Hoy mi
madre me dio la noticia de que la tía Alicia había decidido no despertar más. Así
de simple. La decisión no me extrañó, viniendo de alguien que siempre hizo lo
que quiso. Nadie que la haya conocido da crédito pues, hasta donde sé, no
sufría de ninguna enfermedad. Fue una mujer cuyo ánimo, fortaleza y energía no
conocían límites. Desde que tengo uso de razón, la recuerdo viviendo en la
Ciudad de México pero haciendo viajes intermitentes a Xalapa, Coatepec, Úrsulo Galván, San Luis Potosí, y muchos otros lugares donde
tenía gente conocida que la recibía siempre con los brazos abiertos. Después de
intentar calmar a mi madre por teléfono, me pregunté cómo puede una persona tan
activa apagarse así. Enseguida encontré la respuesta cuando se me apareció en
la mente la imagen de una estrella extinguiéndose. La tía Alicia era eso, una
estrella que se dedicó a brillar y a iluminar la vida de todos los que la
rodeaban. Si alguna vez estuviste a su lado, sin duda habrás sido testigo de su
intensidad.
Es cierto que muchos apreciamos sus historias, consejos, regaños y
palabras de aliento —nunca olvidaré esas porras que me echó en mis partidos de
futbol de niño, o su característica manera de extender Las Mañanitas cantando “Del
cielo cayó un pañuelo…”—. Pero yo puedo decir que la enseñanza más grande que
me dio mi tía no fueron sus palabras, ni sus consejos ni siquiera los momentos en que me llevó a conocer cosas nuevas. No. Lo que yo llevaré siempre en el
corazón gracias a la Tía Alicia es la enseñanza de que la vida hay que vivirla
con intensidad, que el tiempo en que estamos aquí puede acabar de pronto, así,
sin esperarlo, y que por lo tanto sólo tenemos una misión en la vida:
disfrutarla. La tía, pues, predicó con el ejemplo. Me disculparía por parecer que recurro al lugar común del “vive la
vida al máximo”, pero no me atrevo puesto que en verdad ella hizo de ese mantra
su estilo de vida, sin excusas ni concesiones. Y hoy que se fue así, esa
enseñanza cobra más sentido; se vuelve total.
De la tía
extrañaré sus abrazos, sus palabras de ánimo, sus piropos, sus sonrisas y sus
historias. Pero a la vida le agradezco que haya tenido a esa persona como guía
y ejemplo. Tía Alicia: te llevaré siempre en mi pensamiento y en mi ser. Descansa
en paz.
Óscar, Hugo, Dani, Mariana, Vanesa, Kike y yo con la tía.
Con Mamalucha
Su cumpleaños en 2005, con el Tuca Ferreti como técnico de Monarcas Morelia
En la Huasteca Potosina
Con mi mamá
Visita express
Con (algunos de) sus hijos
Con Mamalucha en mi graduación de licenciatura
Chachalacas
Renegada
Indómita
Su cumpleaños en 2015