lunes, 11 de julio de 2016

Plateros

La última vez que visité la casa de mi tía Alicia fue hace como un año. Mi mamá, Sergio y yo pasábamos unos días en la Ciudad de México y habíamos hecho planes para visitarla. Los cambios de clima, combinados con el repentino relajamiento de estar de vacaciones, provocaron que mis defensas inmunológicas también se fueran de asueto, llevándome pronto a enfermarme. Esa tarde apenas tenía los síntomas previos de un fuerte resfriado que se traducían en una tos aguda.
Siempre que alguien visitaba a mi tía, lo primero que hacía era hacerlo sentir cómodo ofreciéndole algo de comer y de beber. Así fue esa tarde. Departimos por un buen rato hasta que se le ocurrió a mi tía ofrecerme ir a su cuarto para recostarme un rato en su cama, porque la tos no cesaba. El asedio de Messi, su infatigable perrito, aunado al 10% de batería restante en mi celular me hicieron considerar su oferta. Ya había tomado una pastilla de nomeacuerdoqué, que la tía Alicia complementaría con un jarabe con propóleo y noséquémás que, aseguraba, me quitaría la tos en un santiamén. Al sentirme chiqueado y un poco cansado por la medicina, opté por retirarme a su cuarto.
Después de acostarme en su cama me di cuenta de que años antes yo había dormido ahí, aunque ahora la habitación se me hacía mucho más angosta. En las vacaciones de verano de algún año incierto de mi niñez, mis primos Hugo y Diana me invitaron a pasar una semana con ellos en su natal DF, con su abuela, mi tía Alicia. Me quité los zapatos y me puse cómodo. Conecté el celular. Revisé el Face y pronto me aburrí. Le cambié a los canales de la tele y me aburrí más. Pero por alguna razón era agradable estar solo ahí, rememorando los días de aquel verano.
Vagos recuerdos de esa casa se aparecían; memorias deslavadas. Lo único que podía ver era una cama en el piso que compartíamos los tres niños (o quizá sólo Hugo y yo) durante las noches que dormimos ahí. No recordaba cómo estaba acomodado todo. Sólo me veía jugando en los colchones con Hugo, Diana, Óscar y Dani, mis otros primos que, junto con mi tía Marucha, eran vecinos de Alicia. De aquel viaje, un recuerdo se aparecía con más claridad: la tía Alicia levantándonos muy temprano, dándonos de desayunar y preparando comida para llevar al paseo que haríamos cada día que estuviéramos ahí. La tía preparaba una bolsa entera de sándwiches. Llevaba fruta. Cada uno de nosotros llenaba una botella de plástico con agua. Todos reprochábamos el levantarnos temprano y el ir cargando comida. Pero más tarde, después de las largas caminatas por avenidas, parques y museos, los itacates que habíamos cargado se convertían en las viandas más exquisitas que pudiéramos probar. Con el tiempo la enseñanza se revelaría en plenitud: para disfrutar algo no hace falta mucho dinero, sino ganas y decisión para llevarlo a cabo.
 Sí, siempre lo he sostenido: yo conocí el DF gracias a mi tía Alicia. Aunque ya había estado otras veces en la capital, y muchas más iría después de eso a visitar y conocer otros lugares —en realidad uno nunca deja de conocer esa ciudad—, la semana de aquel verano de algún año de los noventa viví mi primer contacto profundo con la gran Tenochtitlán, de la mano de esa especie de Coatlicue que era mi tía Alicia. Ese viaje, sin quererlo, se convertiría en un punto de referencia para muchos otros viajes en mi vida. Además, los puntos recorridos renacerían en mis subsecuentes retornos a la ciudad. 
Esa misma tarde, cuando entrábamos a la unidad habitacional de Plateros, que es donde vivía la tía Alicia, su hija Lara y, en otro departamento su hijo Paco y familia, mis ojos se topaban con remansos del pasado que encerraba Plateros. Árboles enormes como formando laberintos. Niños jugando en los corredores que separa cada edificio. El lujo de vivir en una ciudad donde sí pasaban las caricaturas del canal 5, como decían los anuncios, a diferencia de los infomerciales que transmitían en la provincia. Posibilidad de comprar Chocotorros y Twinkie Wonder en la tienda de la esquina. El recuerdo de mi hermano vomitando cuando era bebé supuestamente por la altura de la ciudad a la que no estábamos acostumbrados (ahora veo que tiene más lógica que haya sido la leche que tomó antes de comenzar a jugar luchitas en la cama). La constante amenaza de la inseguridad que representaba, para un provinciano, transitar las calles de México en aquel entonces. En resumidas cuentas, una mezcla de terror y fascinación que sólo experimenta el que se ha enfrentado a ese gran monstruo que es la Ciudad de México. Un monstruo, sin embargo, que te hace suyo y no te suelta más. 
Recorrer con mi tía y mis primos algunos de sus recovecos sería algo inolvidable. Estaciones de metro, la Oficina de Correos, la Torre Latinoamericana, el Palacio de Bellas Artes, la Alameda Central, el Zócalo, la Catedral, el Zoológico y el Castillo de Chapultepec, la Zona Rosa, el Papalote Museo del Niño, la Basílica de Guadalupe y hasta un paseo en bicicleta por Ciudad Universitaria, fueron algunos de los lugares que conocí desde esa edad gracias al enorme corazón, paciencia y cariño de mi amada tía.
El ladrido de Messi me hizo volver a la realidad. 55% decía el celular y la tarde se hizo noche. La tía Alicia y Lara nos invitaban a quedarnos en su casa. En su mente, quizá, podríamos seguir cabiendo en camas y colchones como años atrás lo hicieran aquellos niños. Agradecimos y, con la infinita vergüenza que sufre un mexicano al tener que rechazar una invitación, decidimos buscar un hotel. Su insistencia en que nos quedáramos sólo menguó cuando accedimos a, al menos, aceptar una de sus sugerencias para encontrar albergue cerca de la Avenida Revolución. Nos despedimos y aseguraron vernos al día siguiente en casa de Paco. “Aquí está tu jarabe, tía. Muchas gracias”. “No, hijo, llévatelo. A ti te hace más falta. Vas a ver que te hará bien”. La tos desaparecería, sí, pero el resfriado era inminente.

Hoy mi madre me dio la noticia de que la tía Alicia había decidido no despertar más. Así de simple. La decisión no me extrañó, viniendo de alguien que siempre hizo lo que quiso. Nadie que la haya conocido da crédito pues, hasta donde sé, no sufría de ninguna enfermedad. Fue una mujer cuyo ánimo, fortaleza y energía no conocían límites. Desde que tengo uso de razón, la recuerdo viviendo en la Ciudad de México pero haciendo viajes intermitentes a Xalapa, Coatepec, Úrsulo Galván, San Luis Potosí, y muchos otros lugares donde tenía gente conocida que la recibía siempre con los brazos abiertos. Después de intentar calmar a mi madre por teléfono, me pregunté cómo puede una persona tan activa apagarse así. Enseguida encontré la respuesta cuando se me apareció en la mente la imagen de una estrella extinguiéndose. La tía Alicia era eso, una estrella que se dedicó a brillar y a iluminar la vida de todos los que la rodeaban. Si alguna vez estuviste a su lado, sin duda habrás sido testigo de su intensidad. 
Es cierto que muchos apreciamos sus historias, consejos, regaños y palabras de aliento —nunca olvidaré esas porras que me echó en mis partidos de futbol de niño, o su característica manera de extender Las Mañanitas cantando “Del cielo cayó un pañuelo…”—. Pero yo puedo decir que la enseñanza más grande que me dio mi tía no fueron sus palabras, ni sus consejos ni siquiera los momentos en que me llevó a conocer cosas nuevas. No. Lo que yo llevaré siempre en el corazón gracias a la Tía Alicia es la enseñanza de que la vida hay que vivirla con intensidad, que el tiempo en que estamos aquí puede acabar de pronto, así, sin esperarlo, y que por lo tanto sólo tenemos una misión en la vida: disfrutarla. La tía, pues, predicó con el ejemplo. Me disculparía por parecer que recurro al lugar común del “vive la vida al máximo”, pero no me atrevo puesto que en verdad ella hizo de ese mantra su estilo de vida, sin excusas ni concesiones. Y hoy que se fue así, esa enseñanza cobra más sentido; se vuelve total.
De la tía extrañaré sus abrazos, sus palabras de ánimo, sus piropos, sus sonrisas y sus historias. Pero a la vida le agradezco que haya tenido a esa persona como guía y ejemplo. Tía Alicia: te llevaré siempre en mi pensamiento y en mi ser. Descansa en paz.

Óscar, Hugo, Dani, Mariana, Vanesa, Kike y yo con la tía.

Con Mamalucha

Su cumpleaños en 2005, con el Tuca Ferreti como técnico de Monarcas Morelia
En la Huasteca Potosina

Con mi mamá

Visita express

Con (algunos de) sus hijos

Con Mamalucha en mi graduación de licenciatura

Chachalacas

Renegada

Indómita

Su cumpleaños en 2015


miércoles, 6 de julio de 2016

Cualquiera diría

Cualquiera diría que estoy triste. No es así. Lo que pasa es que hoy es uno de esos días en que la tristeza salpica todo lo que te topas. Pero como dije, hoy no me tocaba estar triste. No obstante, puedo apreciar la tristeza, olerla, saborearla, pero sin que me intoxique.

Me explico.

Todo comenzó al salir de la biblioteca a eso de las nueve y media de la noche, cuando en estas fechas apenas está oscureciendo. El azar hizo que el cd que traigo en el coche reprodujera esta canción:


La voz de Mac Demarco, que imagino está suplicándole al destino (a la muerte) que no se lleve a su amiga, me conmueve. No, este no es un lamento de un corazón roto por un romance fallido. Hay una pena de otro tipo, ni mayor ni menor, simplemente diferente.

La segunda pincelada de tristeza la encontré al sumergirme en las primeras páginas de un libro que acababa de recibir por correo y que no pretendía iniciar. (Recibí 3 hoy, por cierto, y quizá por eso es que me he sentido de buen humor. Me gusta recibir libros buenos que me costaron 1 centavo más 3.99 de envío). La cosa es que acababa de cenar y me senté a hojearlos. Tal vez sea que el encuadernado de Sexto Piso hace que tus manos no quieran soltar el libro, o tal vez que la historia del oficinista desdichado que narra Daniel Saldaña París me cautivó. Compré su libro por curiosidad y por el precio. Hasta entonces a DSP sólo le había leído algunos cuentos, poemas y sobre todo tweets, pero tenía mis reservas de entrarle a una novela suya. Lo que pensé que serían sólo unas líneas sentado en el sillón, mientras la cena hacía digestión, se convirtieron en ochenta páginas leídas.


Hubiera leído más páginas si no fuera porque me topé con la tercera (y quizá la más significativa) "tristecería", y de la cual me convierto en fiel fanático desde ya (iba a postearlo en FB pero son de esos placeres que prefieres que duren más tiempo "en incógnito" aunque, uno, ya tiene varios meses que fue el estreno, lo cual quiere decir que soy yo el que llega tarde, y dos, seguro que dentro de poco se hará popular, repito, si no es que ya lo está siendo). Me refiero a Horace and Pete, un programa-de-televisión-no-transmitido-en-televisión, creado por Louis C.K. No voy a escribir sobre qué va porque lo arruinaría --y porque escribir esto me está llevando más tiempo de lo que esperaba y ya tengo sueño--. Sólo diré que fue un hallazgo un tanto sorprendente; muy agradable. La imagen atribulada de Louie quedó plenamente superada. Mientras lo veía noté que mi noche había tenido el mismo matiz cetrino. Al terminarlo confirmo que la tristeza no siempre tiene que ser amarga, y que hay días en que uno debe disfrutar exprimirle cada gota sin el temor de que permanezca el dejo del sabor ascibarado antes de dormir.

[Por cierto, vi sólo el primer episodio en un sitio de streaming gratis, pero en cuanto me encuentre económicamente más estable, me gustaría pagar lo que cuestan los episodios aquí].